Las palabras y la música empezaron a sonar juntas en mi cabeza cuando tenía 13 años, mientras pastoreaba las vacas a orillas de la línea férrea, caminando sobre los rieles de la línea del tren y haciendo equilibrio con los brazos extendidos, mi mente comenzó a jugar con las palabras, formando ideas sonoras. Al crear los primeros versos en la mente, experimenté una sensación extraña, entre el sabor de un triunfo y el vértigo de una cima; una mezcla de calma musical, satisfacción creativa y adrenalina por una travesura. Esto dio combustible a mis sueños infantiles: ser un renombrado escritor, un cineasta exitoso y un músico famoso.
Desde que gateaba en el gran patio de la hacienda del padrino de mi padre, mi mente volaba sobre los montes y los cerros hacia el horizonte lejano y sobre tiempos futuros. Un paso tras otro sobre el riel, un verso tras otro pronunciados por una voz interior; abajo, los durmientes que soportaban los rieles van quedando a mi paso como barras de una partitura. Era un octubre de esos en el que la brisa acariciaba el cuerpo y encandilaba la mente. La música de las palabras sonaba en mi cabeza volando con el viento de aquella fresca mañana de sábado. Eran días de encuentro entre el invierno y el verano. Pasé por el vertiente, un nacimiento de aguas cristalinas en el que habían adecuado con lavaderos a ambos lados de la poza donde las mujeres lavaban ropa. Me desequilibraba y caía y volvía a retomar los pasos sobre los rieles, alternando de uno a otro en la línea paralela, también se desequilibraban los versos, pero saboreaba esos sonidos, retomándolos, al mismo tiempo que los pasos sobre el acero.
La poesía fue una buena compañera de lucha, o más bien un arma o una vitamina para sobrellevar las penurias de la pobreza, alimentando mi espíritu para volar sobre su realidad y posarse lejos en el tiempo, en escenarios futuros plenos de éxitos, inspirados en historias de tiempos pasados y lugares lejanos. La literatura fue mi aliada desde que aprendí a leer, llevándome de la mano por vastos horizontes viajando a ambos lados de la línea del tiempo y a los cuatro puntos cardinales del espacio. Por eso desde muy temprano se despertó la inquietud de la creación. Mi primer intento en las letras fue la historia de un histórico líder indígena del sur, y en ese primer intento, fui señalado de plagio porque un profesor concluyó que al ponerle un nombre real, la historia que había contado era verdadera y por tanto la había copiado, eso me enojó y me deprimió al principio, pero después lo tomé como un alago porque significaba que lo que había escrito tenía algo de calidad para que llegara a ser creíble.
Por otra parte, la música fue cómplice de mi mente soñadora, desde antes que empezara a caminar, cuando mi madre, a las cuatro de la madrugada me sentaba cerca del poyetón, mientras ella preparaba la comida que llevaría mi padre para el trabajo al que llegaba dos horas después cerca de la cima de la montaña Montecristo. Mi madre acompañaba su quehacer con la música de un pequeño radio transistor que amenizaba esas madrugadas junto al fogón donde se cocinaban las tortillas y los frijoles. Años después, al regresar de la escuela, la música me acompañaba mientras hacía las tareas, o empezaba a garabatear mis primeros versos. Desde el primer día de clases me apasioné por la palabra escrita, cuando a los siete años cursé el primer grado y se fueron tejiendo las palabras, nuevos sonidos, nuevas ideas. En poco tiempo fui encontrando la música en las palabras, frases o versos de los libros que iban cayendo por milagro en mis manos, provocando ideas que se expresaban en palabras que venían de lo profundo del alma a través de algo mágico que se movía en el interior, primero con la musicalidad de la poesía y luego también con la melodía de las canciones que componía sin saber todavía nada de música.
Eran tiempos de guerra en una zona que solo sus ecos llegaban después de haber vivido directamente sus golpes unos años atrás, cuando estaba muy pequeño, los escuadrones de la muerte mataron al tío de mis dos únicos amigos de mi infancia preescolar, sacándolo a media noche de la casa en que ellos también vivían, era el hijo de mi padrino y murió después de ser torturado, por unos comentarios que hizo en público que fueron considerados subversivos. A pesar de esas heridas cercanas que iba dejando la guerra, las cuales nos marcaban desde pequeños el estilo de vida silencioso y precavido, siempre encontraba un espacio sagrado para la inspiración, manteniendo a salvo mis sueños como cuando caminaba por la línea del tren o subía los cerros cercanos, viviendo la tranquilidad de una zona todavía solitaria.
A mi como a todos los niños, el futbol me hacía soñar, y como que no, era época en la que nuestra selección clasificó al mundial de España 82. Aparte de pegarle a una pelota de plástico o a veces a una naranja, en el patio polvoso o lodoso de la casa, imaginándonos en un gran estadio lleno de aficionados que nos ovacionaban, gritábamos goooool a todo pulmón. Pero la pasión por las letras era un amor platónico en las condiciones precarias donde los libros eran artículos de lujo, lejos del alcance de un chico semi rural en una familia que apenas va sobreviviendo cada día, haciendo milagros para que todos sus miembros tengan algo que comer, sin embargo se convirtieron en un artículo de primera necesidad porque eran en los guantes para luchar por la vida contra la desesperanza, la mediocridad y las limitaciones materiales. La primera vez que vi boxear fue detrás del Palacio Municipal, durante las fiestas patronales, ahí habilitaban un cuadrilátero para que subieran voluntarios para disputarse unos cuantos pesos y la primera vez que escuché hablar de boxeo fue cuando mi padre me contó sobre su amigo con el que no podía ni la Guardia Nacional, había noqueado a varios de ellos en Metapán y no precisamente en un ring de boxeo, hasta que se dieron por vencidos y para una fiesta patronal, le enviaron un mensaje por medio de un niño, para que llegara al parque donde habían montado un cuadrilátero y había un boxeador capitalino pidiendo un retador; después de verificar que aquello no era mentira y de superar la desconfianza se acercó y subió al cuadrilátero. No se boxear le dijo, pero si pelear. No importa le contestó. Empezó la pelea, el boxeador profesional empezó a bailarle moviéndose a los lados y tiró un par derechazos que no alcanzaron, siguió tanteando y al dar el tercer manotazo, recibió un solo manotazo en la cara que lo tumbó. Esa y muchas otras historias habían desde muy pequeño mi universo imaginario ya que no contábamos con un televisor, eran las historias de mi papá y los cuentos de la radio y radionovelas uno de mis entretenimientos que ayudaron a poblar mi imaginación de muchas historias reales y fantásticas.
Ese ambiente desarrolló por necesidad y por vocación mi capacidad de soñar. Siempre estaba imaginando grandes cosas y más cuando escuchaba música en la radio, imaginaba escenas como cuando en los periódicos aparecía una nota sobre la nueva obra del reconocido escritor y veía a la par del artículo una bonita portada del libro con mi reluciente nombre. Eso compensaba las ásperas condiciones en las que crecía porque las limitaciones económicas eran grandes y para sobrevivir tuvimos que empezar a trabajar desde muy temprana edad, ya sea cuidando el ganado o cortando el zacate para alimentarlas, o cultivando maíz y frijol. De esta manera reforzábamos el mísero salario, que ganaba mi papá en la finca, obteniendo alimentos y con la venta de una parte de la leche se obtenía un poco de dinero con los que mi mamá compraba otros alimentos y cosas para la casa y bajarle un tanto a la libreta de fiados que tenía en la tienda. Siendo el mayor de los hermanos, que al final terminamos siendo ocho, tenía un compromiso que no había pedido, una responsabilidad muy grande desde pequeño. Por las tardes cuidaba las vacas, después de que por estrategia mi padre dividiera los turnos de estudio de los dos hermanos mayores para dividir las jornadas de trabajo. La tarea menos fatigosa era cuidar las vacas y en eso estaba cuando aparecieron los primeros versos en mi mente.
Había logrado avanzar sin caerme del riel unos 20 metros con los brazos extendidos, saboreando ese logro y el haber creado el primer poema de mi vida, cuando caí de nuevo a los durmientes y me pregunté cómo podría llegar a ser un gran escritor si no podría seguir estudiando. El dinero que ganaba mi papá como mandador de la pequeña finca, a la que el patrón llamaba la Chacarita, creo que después de un viaje a Argentina, era el salario del campo, una miseria y en la casa la familia crecía cada dos años; no le alcanzaba para ir comiendo y ahora apenas se cubría con el trabajo extra que mi hermano y yo hacíamos; pero era insuficiente para continuar los estudios, tenía que gastar en útiles, uniformes, zapatos y contribuciones que le pedían cada mes para obras en la escuela.
Para no sentirme tan triste repetí los versos en mi mente, saboreando de nuevo esa sensación de Dios en el momento de la creación. En mi pensamiento las palabras sonaron en una cadena musical, dividida en eslabones como los vagones del tren que en ese momento se aproximaba anunciado por el silbato de la locomotora, expulsándome del paraíso creativo. Había que apurar el paso y salir de esa curva porque los paredones estaban muy cerca y no daban espacio para apartarse lo suficiente. Seguramente vendría por la tercera curva, o quizás no, porque ya alcanzaba oír el sonido de la locomotora, viene ya por la segunda vuelta. Tenía que sacar las vacas de la curva, si las encontraba ahí el tren, seguro mataría por lo menos una. Las palabras volaron de mi cabeza, como las aves espantadas por una pedrada volando rápidamente por el instinto de sobrevivencia; COMO MUCHAS VECES DURANTE MI VIDA EN LAS QUE TUVE QUE DEJAR PARA DESPUÉS LA POESÍA PARA SALVARME DEL HAMBRE, DE LA MISERIA O DE LA MUERTE.
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