miércoles, 5 de abril de 2023

Las medallas de un luchador de la vida

 

En la entrada de una taberna cerca del hospital, estaba esperando noticias, cuando apareció un viejito delgado, caminaba tambaleándose porque iba medio borracho, se fue hacia dentro y dijo: con que aquí estas, hijo de tal por cual. Se levantó Silas que estaba tomando con unos amigos, él era un muchacho alto y corpulento, se fue a encontrarlo. "Esto se va poner bueno", me dijo un chero que estaba cerca, "ese señor es un gato para pelear".   Silas le dio una trompada y lo botó al suelo. Se levantó y se le fue encima, pero volvió a caer de otra pescozada, se levantó, pero esta vez dio la vuelta y dijo no te vayas a arrepentir. No había pasado mucho tiempo cuando regresó, aquí vengo de nuevo dijo, a ver si ahora me pegás. Silas se levantó y se le fue encima, el viejito desenfundó un revolver y le disparó, la bala no lo detuvo y siguió; pero, aunque estaba a pocos pasos, ya no lo alcanzó, porque recibió toda la descarga de la pistola, se fue tambaleando y cayó a la par donde yo estaba a un lado de un poste donde me había protegido, hasta se defecó antes que se lo llevaran al hospital.   

¿Que pasó con su amigo? Una sonrisa se esbozó en su rostro sereno. Ahhhh sí, a la hora de los disparos salió corriendo y no vio por donde, se tropezó con la gente que se había amontonado para ver la pelea, al final fui a verlo y ayudarle a levantarse, se había reventado la frente. Si no se hubiera movido, no le hubiera pasado nada.   

¿Qué noticias estaba esperando ahí, papá? Le pregunté para que mi hijo de 10 años, que me acompañaba en la visita semanal al abuelo, escuchara la otra parte de la historia.   

Estaba esperando que vos nacieras. A tu mamá, la habíamos ingresado al medio día, después que la partera no pudo lograr que vos nacieras. Se había hecho de noche y no había podido encontrar donde pasarla, había venido al pueblo temprano de la tarde y estaba esperando para que me dieran donde dormir en la casa del pueblo de unos familiares de mi padrino.   

Esa noche en que Silas agonizaba, yo estaba luchando o más bien mi madre estaba luchando por traerme a este mundo y yo no quería salir, quizá porque intuía que la vida no era fácil y en el refugio materno estaba el paraíso. Pero después de 30 horas una nueva vida empezaba en el momento que otra llegaba a su fin. Por eso te quería tanto tu mamá, dice mi padre, porque le costaste tanto.   

La muerte de Silas inició otra de las cadenas de venganza propias en ese entonces de la gente de Montenegro. Pero eso da para una historia larga y mi padre está ahora interesado en contarnos otras anécdotas de su azarosa vida.   

Muchos recuerdan sus días pasados como buenos tiempos, atesorando momentos en un baúl de recuerdos en los que refugiarse cuando la vejez les cobra su ticket en este viaje sin retorno. Mi padre ve su pasado como un libro escrito con sangre, sudor y lágrimas en cuyas páginas se encuentran sus historias de tristeza y sufrimiento, pero las atesora porque son para él las medallas de un luchador que ha vencido a la muerte y la miseria muchas veces en el ring de la vida.   

Sentados a la mesa tómanos el café de la tarde con un pedazo de torta de guineo volteado de la que tanto nos gusta a los dos, volvemos a repasar sus historias y siempre las cuenta con la emoción de la primera vez, como cuando en la infancia a la luz de un candil nos entretenía la noche, sustituyendo el televisor que no teníamos, con sus dramáticas historias, algunas cómicas y otras fantásticas, llenas de eso que mucho después encontraría en los escritores del realismo mágico. Ahora conversamos más a menudo, después que mi mamá murió, eso le ayuda a espantar la soledad en el vacío que le dejó su compañera de aventuras y desventuras de más de 50 años.    

Bebe el café con satisfacción y lo veo resignado, pero no rendido, y a mi mente viene una escena de mi infancia. En cuclillas, apoyado sobre el machete miraba la extensión de tierra que acabábamos de limpiar de las malas hierbas, con que pasión contemplaba el pedazo de tierra cultivado con frijol a orillas de la línea férrea. Nos va a dar una bonita cosecha dijo con aquel acento que expresaba satisfacción y alegría; los dos extenuados y bañados en sudor, habíamos logrado terminar la tarea antes que se pusiera el sol, pero en cambio yo no podía encontrar esa alegría y lo único que quería era regresar cuanto antes a casa y poder descansar sobre todo de esa incómoda picazón. Desde entonces a mis pocos años decidí que lo que quería hacer era poder ver mi obra como la veía mi papá, pero no tenía que ver con la tierra, sino con los libros.   

Hasta hace poco, a sus casi noventa años, todavía cultivaba, o cortaba leña de árboles caídos, subiéndose a algunos para botarle las ramas secas, deshierbando, para que las plantas puedan crecer. Pero la pérdida de su vista le ha limitado algo que parecía que nunca dejaría: trabajar. Ese gusto, que traspasa la mera necesidad a convertirse en una pasión, más que por el trabajo en sí, es por la agricultura, quizá porque eso lo conecta más directamente con la vida, con ese misterio que se renueva en cada semilla germinada y en cada fruto cosechado. Ahora que ya no puede saborear el gusto por cultivar, le queda el disfrute del café con pan con una plática en la que desfilan sus historias que le enorgullecen porque son testimonios de sus muchas victorias.




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