In memoriam de El Tigre.
La guitarra está colgada en la pared, olvidada desde hace un tiempo. Ahora
decido bajarla y ponerme a tocar, después de que mi padre me dio la noticia de
que el Tigre, como le decíamos, murió la semana pasada de un infarto
fulminante. Es un homenaje inconsciente a este compañero de sueños musicales,
que caminaba como un rockstar, usaba el cabello largo hasta los hombros, una
mirada intensa , un rostro anguloso, una pinta a lo Jim Morrison.
No es para menos, el fue el compañero y maestro de algunas de las primeras
canciones que aprendí a tocar. Tenía una magistral habilidad para puntear y
tocar al oído. Estudiamos juntos en el Centro Nacional de Artes, él era más
avanzado en la guitarra y yo en la teoría; nos reuníamos bajo los árboles de
la finca donde yo vivía para estudiar la música y sobre todo a practicar
reconocidas canciones que nos gustaban a los dos, desde el rock, los boleros
a la música ranchera.
Las primeras notas que empiezan a ejecutar mis dedos son los del intro de
la canción La Bamba, era lo primero que me aprendí y lo único que podía
mostrar en nuestras sesiones de ensayo, después toco la intro de Música
ligera de Soda Estéreo, una de las que nos gustaba practicar.
Recibíamos clases todos los días de 5 a 6 de la tarde y salíamos apurados a
tomar el bus en la terminal, porque el último bus salía las 7 de la noche de
la capital. La clase de armonía nos ilusionaba, soñábamos con obtener las
herramientas teóricas para ser compositores. La clase nos la daba un
profesor cubano que había estudiado en Rusia.
Estábamos en nuestros gloriosos 20´s buscando nuestros sueños en las
cuerdas de una guitarra y cuando conquistábamos, sobre todo yo, una frase
musical o un rif de alguna famosa canción, nos sentíamos recibiendo nuestras
primeras medallas y a él se alegraba al comprender algo de armonía, de
porqué la secuencia de acordes que al oído había detectado, sonaba tan bien.
Sin duda su talento y su vida estaba volcada a la guitarra, lo arriesgaba
todo, lo arriesgó todo en ella y ella le dio de vivir en los próximos
años.
En ese tiempo yo trabajaba y estudiaba y el tiempo de sobra le dedicaba a
la música, él practicaba la guitarra, estudiaba música y el tiempo extra lo
dedicaba al vacile. Pero ¿qué hacía para vivir? Se había acompañado con una
señora mucho mayor que él y vivía en su casa.
Éramos dos chicos que veníamos del campo y los dos con grandes sueños. El
ya había aprendido la guitarra de forma autodidacta. Yo había estudiado
música y guitarra en la escuela municipal de música donde aprendí los
acordes y cuando por fin llegué a la parte en que el profesor me enseñara
canciones, fue con la canción Por fin y entonces entendí el chiste de los
antiguos. Era un bolero y los chicos queríamos rock. El profesor de guitarra
era un integrante de un Trío que tocaba en el Mayerlin, el restaurante ya no
existía, pero había quedado la costumbre a los tríos de concentrarse en esa
esquina a la espera de clientes.
Desde los siete años soñaba con ser músico, después que escuchara a los
Beatles en la radio. A mis 16 años logré comprar una guitarra, con el dinero
que había ahorrado trabajando de ayudante en un beneficio de café donde los
peones me daban unas monedas por ayudarles.
La cabeza inquieta no puede aceptar que el tiempo pase sin producir, sin
nutrirse de la inspiración y volar por encima de los pequeños cerros. Debe
salir de los cercos cotidianos para alcanzar los sueños. El mundo por
delante y yo gateando, quería tomar carrera y apenas empezaba a enderezarme.
Buscando el tesoro bajo tierra, escarbando con las uñas. Con la ansiedad de
llegar tan lejos, me apunté en la escuela municipal de música, agregando dos
horas a mi ya cargado horario: De 7 de la mañana al medio día tenía clases
en el Instituto, de 1:00 a 5:00 PM trabajaba en una fábrica ayudando al
departamento de contabilidad (esto era un apoyo que el patrón de mi papá me
daba para poder continuar con mis estudios), ahora tendría de 5 a 7 pm
clases de música y luego de 7:30 a 8:30 pm tenía clases de
mecanografía.
Sobre las viejas tablas de la segunda planta del Palacio Municipal
funcionaba la escuela de música. En los salones del poniente se llenaban las
tardes de notas musicales. Hasta ahí llegaba todos los días de lunes a
viernes como a las 5 y media porque a las 5 salía de trabajar, había un
piano viejo, instrumentos de viento (clarinetes, trompetas, saxofones,
flautas transversales, fagot). Había violines, chelo, contrabajo, En otra
sección funcionaba la clase de guitarra. En invierno y verano, todos los
días caminaba unas 15 cuadras a las clases, a veces bajo la
lluvia.
Desde entonces conocía al Tigre que vivía por los cerros del norponiente y
caminaba por la línea férrea a la ciudad, mientras yo caminaba en sentido
contrario pastando las vacas de mi papá. Un día empezamos a hablar y
empezamos a hablar de música y más que nada de la guitarra. Más adelante por
distintas vías conocimos del Centro Nacional de Artes. Así fue como hicimos
todo lo posible por estudiar ahí.
Ya por ese entonces ya habíamos empezado los ensayos, el tigre aprovechaba
y se fumaba un puro de marihuana al orilla del pozo en medio de la finca.
Nunca me animé a probarlos, no tanto por el miedo a mi papá, sino por el
miedo a que no podría controlarlo. Un día invitamos a otro compañero que era
cantante de ópera y este llevó un poco de polvo blanco que colocó en la
pared del pozo ahí conocí la cocaína. Mi preocupación era que mi padre les
descubriera y ya no les dejara estudiar conmigo.
Fue una temporada corta, pocos años en que coincidieron nuestros sueños
musicales. Nuestras vidas se separaron, él se dedicó por completo a la
música y, hasta donde supe, tocaba con su grupo con un grupo en bares y
restaurantes a orillas del lago Coatepepue. Yo me dediqué a la carrera de
periodismo después de salir de la universidad y fracasé en mis únicas
presentaciones en público que no pasaban de 10 personas.
Mis fallidas apariciones en público:
El pánico escénico frustró mis oportunidades de lanzarme al estrellato
(tómese nota de la ironía). No se si para todos, pero para mí tocar para un
público es difícil, aunque esos 5 o 10 personas. En tres ocasiones épicas,
deseé haber practicado más la guitarra junto a mi amigo…
Una vez en la cena en casa de una pareja de profesores alemanes, nos
quedamos sentados en la plática de sobremesa, y no se como apareció una
guitarra y siempre hay alguien que dice: él puede tocar. Y te acordás que a
ese alguien le dijiste alguna vez que te gusta la guitarra y que podés unos
cuantos acordes, pero en ese momento como explicás lo que les has dicho y
decepcionar al público que te ve con gran expectativa. Tomando la guitarra,
todavía intentás a decir no es cierto, no puedo; mientras tanto seguís
acomodando la guitarra y lo mas que alcanzas a decir es: sólo puedo un
poquito. Alguien dice, aunque sea una parte de una canción que te podás, y
si se algunas partes de un par de canciones, pero solo las he tocado para mi
y luego está la cantada, ¿Cómo me saldrá la voz? ¿Cómo domino los nervios?
Tenía que tocar una muy conocida, porque el público lo que quería era cantar
o aullar algo con el acompañamiento de la guitarra. Los dedos no atinan a
dar las notas exactas, pero ahí van saliendo mal que bien los acordes. Se
fueron levantando de uno en uno o de dos en dos a conversar en otras partes
de la casa. Solo se quedó a escuchar uno de una generación anterior, que
tenía un gran sentido del humor y quizá por eso soportaba mis torpes notas
que, sin embargo, sonaban de tal manera que aún se reconocía la canción. Al
ver que todos se habían ido, le dije al amigo, como desahogo y como
agradecimiento a su lealtad, pero con toda la ironía posible: No apoyan al
artista nacional. El se moría de la risa y esa frase se hizo histórica,
patentada para ser citada en cada encuentro que tuvimos en el
futuro.
Ya me había sucedido algo similar en la despedida de una cooperante
holandesa, cuando estaba terminando de estudiar secundaria o empezando la
universidad porque ahora que recuerdo mejor, la conocí al producirles un
documental para los grupos de mujeres campesinas para las cuales había
venido a apoyar. Esta vez las fuerzas que surgieron de la flaqueza fueron
por el deseo de impresionar a la extranjera que estábamos despidiendo y
talvez la impresioné con mi valor de exponerme al ridículo, porque unos
meses después recibí una sobre desde Holanda o Países Bajos, ya no me
acuerdo como venía el sello postal, en el que venía una carta y unas fotos
en las que estaba tocando o haciendo el mate frente a sus amigos que esa
memorable noche le despedían con comida típica.
Y para variar en otra cena memorable, durante un viaje de intercambio
cultural financiado por la embajada de Estados Unidos en el país, en la
ciudad de Jackson, Mississipi, a orillas de ese famoso río, compartiendo con
unos anfitriones, alguien les dijo al organizador de la cena y organizador
de un festival de jazz de la ciudad al que habíamos asistido esa tarde, que
yo tocaba la guitarra. En una esquina estaba la guitarra, una alucinante
Gibson. Hey Robert, your friends toldme you can play the guitar. Play a song
please. No entendía muy bien, pero rápido me di cuenta que querían que
tocara algo. Me temblaron los dedos y está vez no podía decirles que
apoyaran al artista nacional. Me lamentaba no haber continuando con los
ensayos con mi amigo El Tigre.
Había desistido de mis sueños musicales cuando en otro viaje, 10 años
después, en una esquina de la Bourbon Street en Nueva Orleans, viendo en la calle a un
muchacho tocar magistralmente la guitarra, recordé
mi vieja guitarra que había dejado en mi país y mis sueños de infancia.
Despertó en ese momento un poderoso deseo de retomarlos, de continuar con la
música. Estaba trabajando de mesero en un hotel en Canal Street, la Canales,
como le dicen los latinos, y con el primer pago compré por internet una
Fender electro acústica, con la cual seguí mi aprendizaje autodidacta de la
guitarra.
A lo mejor algún día pueda reivindicarme con mi guitarra, pero por ahora
disfruto de nuevo intentando tocar las canciones que más me gustan, o por lo
menos algunos riffs como el de How wish you were here, de Pink Floyd, canción
que dedicaron a Sy Barret, el primer lider y guitarrista de la banda, la
cual dejó 3 años después de su fundación por los problemas derivados del
consumo de drogas.
Cuando la nostalgia viene en las notas de una guitarra ochentera, me
recuerdan lugares, momentos y sueños infantiles y juveniles. Es como la
banda sonora de las escenas de mi propia película. Es como oír la voz del
destino al oído después de haber hecho sonreír mi suerte en uno de esos días
pesados.
El Tigre murió de un infarto después de días de estar escondido, porque le
acusaban de haber participado en un asesinato. Su hermano menor había sido
asesinado unos años antes por miembros de pandillas y hoy supe que de ahí
también dependió su muerte.
Mis dedos se deslizan ágilmente recorriendo el diapasón y me gusta como
suena; es extraño, había dejado de practicarla porque no me salía, ahora las
notas fluyen al contacto de las cuerdas con mis dedos. Fue uno de los riff
que intentó enseñarme.
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