Después de la alegría del último día del año, todavía con el olor a la pólvora y comiendo el recalentado de la gallina horneada de la cena de noche vieja, venía la resaca que queda de la alegría concentrada en una noche y a pensar en lo que traería el nuevo año. Me daba miedo pensar si habría desgracias, si la muerte visitara la familia y si mis padres no pudieran enviarme a la escuela.
En la infancia, el tiempo pasa más lento y la espera de la Navidad y Año Nuevo era larga, quizá por eso y porque eran de las pocos momentos de celebración en el año, siempre eran unas fechas de ilusión.
Con el dinero ganado en las cortas de café se compraban los insumos y con gallinas que criaba mi mamá, se lograba hacer la comida especial de fin de año: tamales para Noche Buena y gallina horneada para la cena del 31. Disfrutábamos esas cenas como ninguna otra, pero ansiosos por terminar para ir a reventar los cuetes y a lucir el estreno con los primos y vecinos, probablemente la única ropa nueva que tendríamos en todo un año.
Un año de esos que ahora parecen tan lejanos, enero inició con otra pólvora, los sonidos eran diferentes, más sólidos y no causaban alegría . Era un 10 de enero y ese día empezó oficialmente la guerra, a las tristezas en medio de tanta pobreza se sumaban el miedo a los sonidos de las balas.
Cuando la vida camina en la ribera de la muerte, se camina con pasos cuidadosos, con el miedo de dar un paso en falso, eso aprendí en la infancia, cuando se aprenden las mayores cosas para toda la vida y sobrevivir fue el arte que aprendí de mis padres.
También aprendí de ellos la solidaridad. En enero llegó a la casa una familia que había salido huyendo de una zona a orillas del Río Lempa, para evitar que les asesinaran. Escapaban de unos y otros. Nuestra casa donde ya vivíamos apuñados alcanzó a dar refugio a otra familia numerosa. Llegaron en un camión con un montón de bultos que descargaron rápidamente y de manera sigilosa.
Unas horas antes mi mamá nos dijo que una familia que no conocíamos vendría a vivir con nosotros, aunque eran parientes de mis primos, no les conocíamos. Pero mamá sino cabemos…Me alcanzó a escuchar mi papá y dijo con su voz autoritaria: Donde comen dos comen tres y como sea vamos a sobrevivir, Dios no desampara a sus hijos y nosotros tenemos que ayudar a esta gente. Eso no terminó de convencerme pero si fue suficiente para guardarme, en mis adentros, la desconformidad por compartir lo que no teníamos y sacrificar la paz que nos daba el espacio familiar.
Esa noche se acomodaron como pudieron y a la mañana siguiente amanecimos acoplando nuestro espacio, ubicándonos en la mesa por turnos para comer, cuidándonos para que no nos vieran desnudos a la hora de bañarnos, porque nuestro baño era un barril donde se llevaba agua del pozo en medio del cafetal. Pero ese mismo día por la tarde ya estábamos jugando con nuestros nuevos amigos, que se sumaban a dos vecinos que eran los únicos que teníamos. A partir de ahí, las incomodidades se olvidaron, desplazadas por la alegría de compartir la diversión, que permitía el espacio grande que nos brindaba el cafetal y que compensaba el reducido espacio de la casa.
En las noches, las tinieblas se ahuyentaban con la algarabía que metíamos los dos bandos de chicos, en una camaradería que desconoce las miserias y hace grandiosos momentos con el juego y la risa. Dos niños y 3 niñas, ellos; nosotros tres niños y dos niñas.
Una noche de esas en que la luz de la luna reemplazaba en parte la falta de energía eléctrica para iluminar el amplio patrio en medio del cafetal, jugábamos escondelero. A Marcela le tocaba el turno de buscar y cuando terminó de contar hasta veinte, los otros cuatro niños ya estábamos escondidos, empezó a buscar en lo más cercano y al primero que encontró fue a su hermano Francisco, era el menor de todos. Siguió buscando y fue encontrando uno por uno. Fui el último en ser encontrado, le costó porque me había adentrado un poco al cafetal, algo temerosa se fue acercando a mi escondite, cuando por fin me encontró, no gritó punto para Tito y ninguno de los dos corrimos para tocar primero el lugar donde se contaba. ¿Por qué te escondiste tan lejos?, me preguntó con voz suave casi en susurro y se acercó más, yo me quedé recostado sobre un árbol grande de aguacate, primero solo veía su silueta oscura y poco a poco veía más clara su imagen hasta tenerla a unos centímetros. Con voz tierna me dijo que bueno que me costó encontrarte y acercó aún más su rostro. En ese momento, uno de nuestros hermanos, no recuerdo si mío o de ella gritó: Lo encontraaaste? Sentí de repente sus labios en los míos. Punto para Tito dijo y salió corriendo.
Sentados en la mesa, cenando, iluminados por la luz de un candil me di cuenta que había empezado a ver de manera diferente Marcela. El color sepia y la tenue luz y sombras en su rostro hacían una escena perfecta en la que el primer amor me hacían ver de manera diferente la luz y la oscuridad, el hambre y la comida. En sus grandes ojos negros se perdía la noche y en su cabello el viento jugaba a mecer bebitos en hamacas, mientras yo deseaba que no terminara la cena para seguir de espectador fascinado viendo disimuladamente su rostro, ayudado por la discreción que daba la poca luz.
Mi padre trabajaba como mandador de la finca y le dio trabajo al papá de ellos, la primera tarea asignada fue podar los grandes árboles que daban sombra las plantas de café. Se subían a los árboles más altos y con lazos amarraban ramas que cortaban con el machete y luego las bajaban con cuidado. Todos colaborábamos en las tareas de la casa, principalmente los más grandes, Marcela y yo nos entendíamos muy bien y juntos completábamos los oficios temprano para tener el tiempo libre para jugar al final de la tarde y esperar la noche para nuestro juego favorito.
La comida ya era escaza antes, pero ahora siempre alcanzaba, en el desayuno compartíamos la leche que mi mamá ordeñaba de la única vaca que teníamos, de la que una parte se hacía queso y servía para completar el plato del desayuno y cena con frijoles y huevo que también se producía en casa.
Mientras nosotros jugábamos, mi papá y el de Marcela escuchaban la radio guerrillera donde se enteraban de los combates en la tierra de donde ellos venían. Una tarde noche me acerqué por donde ellos estaban y escuché al padre de Marcela confesarle a mi papá que ya estaban listos para hacer el viaje a Honduras. Sabía que algún día tendrían que marcharse, pero ese momento me parecía lejano. Apenas estábamos comenzando a disfrutar la compañía de la otra familia, pero más que nada de la compañía de mi primera amiga. Ahora que estábamos bien conviviendo las dos familias, tenían que marcharse, ahora que había conocido un sentimiento tan único, tan diferente, ahora que había conocido el amor, tendría que decir adiós a la alegría de los juegos infantiles y a los juegos del amor, ahora que empezaba cruzar la frontera a la adolescencia. Regresé al juego y corrí a esconderme al árbol de aguacate y esperé a que Marcela me encontrara. Llegó despacio y no dijo nada. Ya sabías que se van ir?
Hoy me lo dijo mi papá. Te podés quedar con nosotros. Me abrazó y me dijo al oído: tengo que ir con mis papás, mis ojos y creo que los de ella se humedecieron, intuyo por el sonido quebrado de su voz, nos quedamos abrazados por un instante eterno como si fusionáramos nuestras almas, antes que el destino separase para siempre nuestros cuerpos.
Al día siguiente en la madrugada, un camioncito partía de la casa con los bultos con que llegaron y con más sigilo que con el que vinieron. Y así se fue enero, llevándose lo que recién me había traído: el amor infantil de unas noches sin luz.
Excelente mi amigo, haciendo lo que tanto te gusta y lo haces muy bien.
ResponderEliminarGracias por leer y por comentar amigo anónimo. Eso anima a continuar publicando. Espero te gusten los próximos.
EliminarEmocionante. Gracias. Eres bueno, cabron
ResponderEliminarGracias hermano. Me alegra mucho que te haya gustado. Espero pronto podamos sentarnos a conversar con un café o cerveza o vino; ya sea en tus lares on en los míos.
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