martes, 2 de agosto de 2016

Los ojos en el pantano

                                                                                                   
Cuando mi madre y yo vivíamos en un pueblo lejano de Santa Ana – hoy cercano- Los vecinos eran escasos y los recursos también. Fui creciendo entre la hierba y el polvo de las callejuelas del caserío.
A unos dos kilómetros había un nacimiento de agua y cerca una ciénaga misteriosa  con la misma dimensión en invierno o en verano.

Fue una mañana luminosa cuando conocí a la hija de nuestra nueva vecina, sus ojos traviesos y sus movimientos inquietos llamaron mi atención; tenía unos ojos cafés y cabello castaño, su rostro pequeño y una nariz dibujada.

No recuerdo como comenzamos a ser amigos. Ella llegaba a la casa y jugábamos. Lo que si recuerdo fue la primera vez que una escapada al pantano sirvió para conocer los secretos del amor, ese amor que tiempo después me llevaría a conocer los secretos del dolor. Para cuando el tiempo nos llevó por distintos caminos, ella y yo habíamos jurado que siempre regresaríamos al pantano.

Los copiosos inviernos aquellos nos dieron tardes espléndidas en las que caminábamos bajo la lluvia suave en los temporales de agosto o septiembre.Ese día estaba lloviendo desde la mañana, decidimos caminar hasta los arbustos que estaban como a 500 metros. Íbamos riendo de cada cosa. Un rayo cayó de repente, eso no suele ocurrir cuando está temporaleando. Nos tomamos la mano y esperamos un rato antes de avanzar, todavía siento su calor en mi mano, el agua escurría por nuestros cuerpos; no sabría decir cuanto tiempo esperamos. 

Llegamos hasta el pantano, no estuvimos mucho pero los segundos que pasaron aún son eternos. Todavía tomados de la mano fijamos nuestras miradas en unas de las pequeñas fosas con agua color marrón que sin embargo hacía de espejo al contraluz la luminosidad gris que baja del cielo bajo las lloviznas copiosas de  aquellos temporales.

Nuestros cuerpos se paralizaron al ver en aquel espejo una imagen que ahora me parece irreal.
En un primer momento creímos ver reflejados nuestros cuerpos. En efecto eran nuestros cuerpos pero estaban ubicados de otra forma.

Una tarde de octubre totalmente diferente a la de nuestro abrazo frente al pantano, con la luz del sol a todo dar estaba previsto nuestro nuevo encuentro. Desde que los dos andábamos en el movimiento, nuestros encuentros eran casuales y en lugar que amorosos eran políticos conspirativos.Esa tarde estábamos citados. El mensaje era: Como un encuentro en el pantano pero con la luz entera de la tarde, en tres de nosotros dos a la esquina de nuestros cuadernos el antepenúltimo día  de estos vientos. Ese día me agarró la tarde, nunca pasaba eso, era disciplinado (no quedaba otra).

Con los pies alternándose por romper el viento a toda prisa, luego de bajar el autobús.
Cuando llegué al punto convenido, no encontré a nadie. Una soledad extraña percibí, mientras me reprochaba el descuido de la llegada tardía.

Esperé un tiempo, poca gente pasaba y la gente rápidamente se metía a las casas. Aquel ambiente tenso empezó a no gustarme. Decidí caminar y me fui sin dirección precisa, empecé a sospechar y tener temores acerca de lo que pudo haber sucedido. Sin habérmelo propuesto, al darme cuenta estaba llegando al pantano, un escalofrío recorrió mi cuerpo y de pronto se puso oscuro y una llovizna empezó a caer.

Esos días pasaron con reconocimientos a nuestra suerte o capacidad de sobre vivencia, estábamos marcados con la señal de la muerte, era como compañera cercana, nuestro mérito era evadirla en medio de tantos que no lo lograban como en una constante tómbola donde tu número siempre estaba próximo a aparecer.
Cuando la lluvia cesó mi cuerpo se fue escurriendo lentamente con el poco calor y luz que aún daba el sol que estaba recostándose sobre el cerro Santa Lucía. La ropa húmeda, pero mi cuerpo estaba oreado, sin embargo unas gotitas descendían en caída libre desde mis mejías. Me apareció de nuevo ante el pantano la vi y me vi junto a ella tomándole la mano. Sentí de nuevo el frío en mi cuerpo que los pensamientos me habían hecho olvidar y sentí el calor de una mano en la mía.

Esa noche asistí a la vela que pudo ser también la mía. Me acerqué al ataúd y la vi por últimas vez, si se le puede llamar verla a ella, ya que no era Xochilt. Ella estaba en otro mundo cantándole a las flores y danzando con las mariposas, viéndose en el espejo del pantano, acariciando lloviznas. Yo sigo aquí jugándome la vida en un póquer indeclinable.



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