Cuando mi madre y yo vivíamos en un pueblo
lejano de Santa Ana – hoy cercano- Los vecinos eran escasos y los recursos
también. Fui creciendo entre la hierba y el polvo de las callejuelas del
caserío.
A unos dos kilómetros había un nacimiento de agua y cerca una ciénaga
misteriosa con la misma dimensión en
invierno o en verano.
Fue una mañana luminosa cuando conocí a la hija de nuestra nueva
vecina, sus ojos traviesos y sus movimientos inquietos llamaron mi atención;
tenía unos ojos cafés y cabello castaño, su rostro pequeño y una nariz
dibujada.
No recuerdo como comenzamos a ser amigos. Ella llegaba a la casa y
jugábamos. Lo que si recuerdo fue la primera vez que una escapada al pantano
sirvió para conocer los secretos del amor, ese amor que tiempo después me
llevaría a conocer los secretos del dolor. Para cuando el tiempo nos llevó por distintos caminos, ella y yo
habíamos jurado que siempre regresaríamos al pantano.
Los copiosos inviernos aquellos nos dieron tardes espléndidas en las
que caminábamos bajo la lluvia suave en los temporales de agosto o septiembre.Ese día estaba lloviendo desde la mañana, decidimos caminar hasta los
arbustos que estaban como a 500 metros. Íbamos riendo de cada cosa. Un rayo cayó
de repente, eso no suele ocurrir cuando está temporaleando. Nos tomamos la mano
y esperamos un rato antes de avanzar, todavía siento su calor en mi mano, el
agua escurría por nuestros cuerpos; no sabría decir cuanto tiempo esperamos.
Llegamos hasta el pantano, no estuvimos mucho pero los segundos que pasaron aún
son eternos. Todavía tomados de la mano fijamos nuestras miradas en unas de las
pequeñas fosas con agua color marrón que sin embargo hacía de espejo al
contraluz la luminosidad gris que baja del cielo bajo las lloviznas copiosas
de aquellos temporales.
Nuestros cuerpos se paralizaron al ver en aquel espejo una imagen que
ahora me parece irreal.
En un primer momento creímos ver reflejados nuestros cuerpos. En efecto
eran nuestros cuerpos pero estaban ubicados de otra forma.
Una tarde de octubre totalmente diferente a la de nuestro abrazo frente
al pantano, con la luz del sol a todo dar estaba previsto nuestro nuevo
encuentro. Desde que los dos andábamos en el movimiento, nuestros encuentros
eran casuales y en lugar que amorosos eran políticos conspirativos.Esa tarde estábamos citados. El mensaje era: Como un encuentro en el
pantano pero con la luz entera de la tarde, en tres de nosotros dos a la
esquina de nuestros cuadernos el antepenúltimo día de estos vientos. Ese día me agarró la tarde,
nunca pasaba eso, era disciplinado (no quedaba otra).
Con los pies alternándose por romper el viento a toda prisa, luego de
bajar el autobús.
Cuando llegué al punto convenido, no encontré a nadie. Una soledad
extraña percibí, mientras me reprochaba el descuido de la llegada tardía.
Esperé un tiempo, poca gente pasaba y la gente rápidamente se metía a
las casas. Aquel ambiente tenso empezó a no gustarme. Decidí caminar y me fui
sin dirección precisa, empecé a sospechar y tener temores acerca de lo que pudo
haber sucedido. Sin habérmelo propuesto, al darme cuenta estaba llegando al
pantano, un escalofrío recorrió mi cuerpo y de pronto se puso oscuro y una
llovizna empezó a caer.
Esos días pasaron con reconocimientos a nuestra suerte o capacidad de
sobre vivencia, estábamos marcados con la señal de la muerte, era como
compañera cercana, nuestro mérito era evadirla en medio de tantos que no lo
lograban como en una constante tómbola donde tu número siempre estaba próximo a
aparecer.
Cuando la lluvia cesó mi cuerpo se fue escurriendo lentamente con el
poco calor y luz que aún daba el sol que estaba recostándose sobre el cerro
Santa Lucía. La ropa húmeda, pero mi cuerpo estaba oreado, sin embargo unas
gotitas descendían en caída libre desde mis mejías. Me apareció de nuevo ante
el pantano la vi y me vi junto a ella tomándole la mano. Sentí de nuevo el frío
en mi cuerpo que los pensamientos me habían hecho olvidar y sentí el calor de
una mano en la mía.
Esa noche asistí a la vela que pudo ser también la mía. Me acerqué al ataúd
y la vi por últimas vez, si se le puede llamar verla a ella, ya que no era
Xochilt. Ella estaba en otro mundo cantándole a las flores y danzando con las
mariposas, viéndose en el espejo del pantano, acariciando lloviznas. Yo sigo aquí
jugándome la vida en un póquer indeclinable.
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